Mis
aventuras en el Vive Latino 2013 no acabaron al salir por la puerta 8 del
Autódromo Hermanos Rodríguez, pues sucede que tuve un pequeño incidente a la
hora de ir a buscar mi auto en una de las calles aledañas a Añil.
Imaginen que
después de todos los momentos felices vividos en el festival, por fin me dirijo
a la calle donde había estacionado mi auto. Después de mucho caminar por esta vía,
medianamente iluminada y completamente extraña para mí, me di cuenta que el
camino estaba por terminar y yo seguía sin encontrar lo que estaba buscando.
¿Qué hice? Pues caminar de regreso y ver si por alguna inusual conjunción de
eventos pasé sin verlo. Hice este ejercicio un total de tres veces. Con cada
recorrido comencé a notar como los vecinos que estaban fuera de sus casas,
platicando o simplemente escudriñando a los transeúntes, comenzaban a mirarme
fijamente. Eventualmente uno de ellos, moreno, estatura baja, 25 ó 30 años, me
preguntó si estaba buscando mi auto. Temiendo por mi seguridad (ya saben que a
las mamás les encanta inculcarnos desde pequeños que no debemos hablar con
extraños) pero sin muchas cosas más que perder y, peor aún, sin medio de
transporte de regreso a casa, decidí decir la verdad. Mi interlocutor trató de
tranquilizarme y me dijo que no temiera, ‘aquí no se roban los autos’.
-¿Cuál era
el nombre de la calle en que lo dejaste? -preguntó.
-No me fijé
-respondí- pero estoy seguro que fue en esta calle. Reconozco muchas de las cosas
que hay aquí.
-¿Se lo
encargaste a alguien?
-Sí, a una
señora que me dijo que estaba cuidando coches junto con su esposo.
-¿Cuánto te
cobró?
-100 pesos.
-¿Y cómo era
el señor? ¿Chaparro y moreno?
-… Sí.
Después estas y otras preguntas respecto a los
detalles de mi auto, le pidió a una mujer que estaba junto a él que sacara la
bicicleta para dar una vuelta para buscar mi coche. ‘Y de paso regálale una
chela en lo que regreso. Eso sí güero, si lo encuentro nada más te pido que me
des para el ‘chesco’’. Yo en ese momento estaba dispuesto a dar todo lo que
tenía en mi cartera con tal de volver a ver mi auto, es más, no me importaba
que no tuviera defensa, vidrios o estéreo; me bastaba con que encendiera el
motor y tuviera las cuatro llantas.
Los minutos corrían,
prolongando la agonía de la espera. Eventualmente otro de los vecinos, moreno,
estatura baja y con una gorra de beisbol hacia atrás, se animó a decir que el
de la bicicleta ‘es bien güey’ y que era más probable encontrar el coche si lo
acompañaba. Es así como comencé mi peregrinar por las calles oscuras de la colonia
Granjas México. Cada tantos metros que nos alejábamos de la civilización mi
corazón se aceleraba un poco más. Una de mis manos apretaba constantemente el
control remoto con la esperanza de que la alarma del mi corcel mecánico
comenzara a relinchar. La otra se aferraba al celular mientras yo debatía
conmigo si debía llamar a la policía, el seguro, mis papás o a algunos amigos
para que me hicieran el paro.
En diversas
ocasiones mi guía se encontró a algunos de sus amigos (o por lo menos eran
conocidos a los que siempre se refería por apodo), los cuales le preguntaban
qué estaba haciendo, ‘ayudándole a mi amigo a encontrar su coche’. ‘Aquí no se
pierde nada, no te preocupes’ me respondía la mayoría de ellos. ‘Sí, no te
preocupes, aquí no se roban los autos, a
lo mucho se chingan el estéreo’.
En fin,
después de peinar minuciosamente la zona y temer en más de una ocasión un
inminente atraco, encontramos mi auto en una calle cercana a la que
inicialmente entré. Sí, yo estaba en la calle equivocada, pero como todas son
tan parecidas no noté la diferencia. Ya con el corazón rebozando de alegría emprendí
el camino de regreso a casa. La calle de Añil, que cuando inicié mi búsqueda
estaba repleta de autos, para esta hora lucía despejada.
La moraleja,
siempre que estacionen su auto fíjense en el nombre de la calle en que lo dejan.